Al trabajar por mi cuenta, tengo comprobado que la única manera de descansar es desapareciendo, poniendo tierra de por medio. Los clientes (aunque no todos) no suelen entender de negativas (ni de fines de semana, ni de festivos, por no hablar de los impensables puentes españoles). La indirecta más sutil que captan muchos es el mensaje del correo electrónico que les advierte de que ni estoy, ni voy a estar en unos cuantos días (a pesar de eso, algunos siguen mandando trabajo, pero, bueno, esa es otra historia). Así que, para mí, las vacaciones son sinónimo de viajes; no solo por afición (que la hay, bordeando la adicción), sino también por necesidad de descanso (a veces considerable, no es la primera vez que me subo a un avión con los nudillos entumecidos, por exagerado que pueda sonar). Se puede objetar que alguna manera habrá de decir que no a los clientes sin que se lo tomen a mal; que podría poner el aviso aunque estuviera en casa / en mi ciudad (aunque tendrían que esconderme el ordenador); que no he avanzado demasiado en mi aprendizaje zen (aunque en este caso habría que tener en cuenta el punto de partida)... Pero también son ganas de dejarme sin una fantástica excusa para conocer ciudades / países nuevos.
Yo prefiero irme cuanto más lejos, mejor; pero mi compañero de correrías tiene voto en la elección de destinos (de hecho, su voto es determinante, yo iría a casi cualquier sitio) y le encanta Europa. Así que en Semana Santa (mientras él no pueda elegir sus periodos vacacionales tenemos que ceñirnos, lamentablemente, a los de la mayoría, que es cuando es más caro viajar) solemos ir a algún país europeo. Este año le ha tocado a Gales, un lugar que ofrece senderos por decenas de kilómetros, algo que a nosotros nos gusta especialmente. Somos muy de caminar (por oposición a nuestra vida profesional ante el ordenador) y de contemplar la naturaleza (sobre todo los pájaros). Así que nos hemos dado nuestros buenos paseos, por caminos bordeando acantilados, a lo largo de canales...
Pero no todo tiene que ser actividad extenuante (sobre todo si el clima no acompaña, que las pascuas en Europa son bastante invernales). A nuestra edad, ya no estamos para bailes ni copas; así que en vacaciones nos vamos a dormir más pronto, llevándonos lecturas a la cama (eso lo hacemos también en casa, pero nunca antes de medianoche). Y solemos ir a algún concierto, museo, exposición, obra de teatro... No voy a olvidar nunca (a pesar de mi escasa capacidad retentiva) a Kevin Spacey actuando en el Old Vic de Londres (qué ganas tengo de volver a ver una obra suya), al violonchelista Gabriel Lipkind en la Laeiszhalle de Hamburgo o la cadencia de la voz de Dylan Thomas leyendo sus poemas en una grabación del centro que lleva su nombre en Swansea.
Y luego están esos momentos deliciosos por inesperados, que no estaban en nuestros planes pero que disfrutamos igualmente. La gente que conoces, por supuesto, pero también algo más sencillo: nuestras tardes ante una ventana extraña. Hace dos años, en Eslovenia, en los Alpes Julianos, pasamos horas (tras un paseo que acabó en mojadura) en una habitación un pelín cutre, pero con unas más que aceptables vistas de las montañas nevadas. Si a eso se le añade la cámara, una novela, el diario que hacemos en cada viaje... lo pasamos de fábula. Este año, en The Mumbles, una villa costera pegada a Swansea, conseguimos por casualidad (acababan de cancelar la reserva unos ingleses que no querían tener problemas en la carretera debido a la nieve) una magnífica habitación con un enorme ventanal que daba a la bahía y dos cómodas butacas para contemplar el mar. Así que cuando nos cansábamos de luchar contra la ventolera (o el granizo, que de todo hubo), pues nos íbamos encantados a disfrutar de la ventana y de los libros de Murakami que nos habíamos llevado de viaje.
Al fin y al cabo, eso son vacaciones, hacer lo que te apetezca; y si puede ser con unas vistas diferentes a las habituales, pues mejor que mejor. Todo ayuda a reiniciar el equipo. Estamos de vuelta.
Yo prefiero irme cuanto más lejos, mejor; pero mi compañero de correrías tiene voto en la elección de destinos (de hecho, su voto es determinante, yo iría a casi cualquier sitio) y le encanta Europa. Así que en Semana Santa (mientras él no pueda elegir sus periodos vacacionales tenemos que ceñirnos, lamentablemente, a los de la mayoría, que es cuando es más caro viajar) solemos ir a algún país europeo. Este año le ha tocado a Gales, un lugar que ofrece senderos por decenas de kilómetros, algo que a nosotros nos gusta especialmente. Somos muy de caminar (por oposición a nuestra vida profesional ante el ordenador) y de contemplar la naturaleza (sobre todo los pájaros). Así que nos hemos dado nuestros buenos paseos, por caminos bordeando acantilados, a lo largo de canales...
Pero no todo tiene que ser actividad extenuante (sobre todo si el clima no acompaña, que las pascuas en Europa son bastante invernales). A nuestra edad, ya no estamos para bailes ni copas; así que en vacaciones nos vamos a dormir más pronto, llevándonos lecturas a la cama (eso lo hacemos también en casa, pero nunca antes de medianoche). Y solemos ir a algún concierto, museo, exposición, obra de teatro... No voy a olvidar nunca (a pesar de mi escasa capacidad retentiva) a Kevin Spacey actuando en el Old Vic de Londres (qué ganas tengo de volver a ver una obra suya), al violonchelista Gabriel Lipkind en la Laeiszhalle de Hamburgo o la cadencia de la voz de Dylan Thomas leyendo sus poemas en una grabación del centro que lleva su nombre en Swansea.
Y luego están esos momentos deliciosos por inesperados, que no estaban en nuestros planes pero que disfrutamos igualmente. La gente que conoces, por supuesto, pero también algo más sencillo: nuestras tardes ante una ventana extraña. Hace dos años, en Eslovenia, en los Alpes Julianos, pasamos horas (tras un paseo que acabó en mojadura) en una habitación un pelín cutre, pero con unas más que aceptables vistas de las montañas nevadas. Si a eso se le añade la cámara, una novela, el diario que hacemos en cada viaje... lo pasamos de fábula. Este año, en The Mumbles, una villa costera pegada a Swansea, conseguimos por casualidad (acababan de cancelar la reserva unos ingleses que no querían tener problemas en la carretera debido a la nieve) una magnífica habitación con un enorme ventanal que daba a la bahía y dos cómodas butacas para contemplar el mar. Así que cuando nos cansábamos de luchar contra la ventolera (o el granizo, que de todo hubo), pues nos íbamos encantados a disfrutar de la ventana y de los libros de Murakami que nos habíamos llevado de viaje.
Al fin y al cabo, eso son vacaciones, hacer lo que te apetezca; y si puede ser con unas vistas diferentes a las habituales, pues mejor que mejor. Todo ayuda a reiniciar el equipo. Estamos de vuelta.
Más fotos de Gales aquí. La foto del faro (y la del metro de Tokio de la cabecera) es de Jaime Seuma.