domingo, 14 de diciembre de 2008

Precioso envoltorio sin regalo

Hará un año más o menos cedí a las presiones bien intencionadas de una de las personas que opinan que debería ver más cine asiático y vi In the Mood for Love (Deseando amar, 2000). Y resulta que me gustó. Me había negado a ver ni una sola película más de Wong Kar-wai después de mi estreno con Happy Together (1997); un gran éxito de crítica que a mí me resultó insoportable. Pero In the Mood... tiene algo fascinante, que te atrapa a pesar de ti mismo, de tus gustos, de tus ideas (preconcebidas o no)... El contraste de la música (oír "Aquellos ojos verdes" cuando se supone que estás en Hong Kong es un tanto desconcertante) con las imágenes de Maggie Cheung y sus elegantísimos "cheongsam" (los vestidos que lleva), los sofisticados recursos formales, los colores... todo ello transmite una sensación de amor y dolor bastante conseguida. Así que ahora que deberíamos estar preparando las vacaciones de navidad en Hong Kong (preparativos abandonados por exceso de trabajo, gran novedad), parecía buen momento para ver otra película del director hongkonés; aunque fuese la primera ambientada en los EE.UU.
My Blueberry Nights se parece en muchas cosas a In the Mood... De hecho, Norah Jones y sus modelitos me recuerdan bastante a Maggie Cheung. Los tonos rojos y verdes, los juegos de imágenes... De nuevo el diálogo y la historia carece de importancia. Todo es belleza formal. Y cuando digo todo, quiero decir absolutamente todo. No hay nada más. Las imágenes de los trenes y Norah Jones en la calle por la noche, con la banda sonora, son muy evocadoras. Con el helado de vainilla fundiéndose con la tarta, Kar-wai se pasa un poco, para mi gusto. Ya es rizar el rizo. Pero las historias del bueno de Jeremy (Jude Law haciendo el papel más fácil de su carrera) y compañía no emocionan. Y por mucho que la estética nos entre por los ojos, si no nos llega más adentro, si no nos cuenta nada más allá de transmitir una pequeña dosis de dolor, la película resulta un tanto vacía (el dolor llega más si es creíble). Porque seguimos hablando de amor y dolor; pero con tanta intensidad y grandilocuencia que acaba siendo poco real. Aunque todos los actores estén bien en su papel (el de Natalie Portman no se lo cree nadie, pero supongo que no es culpa suya).
Total, que igual con ver el tráiler es bastante. Bueno, eso sería exagerar un poco; pero es que esta película me ha recordado la pasión que sienten los japoneses por los envoltorios de los regalos, que hace que casi sea más importante elegir con cuidado el exterior que el obsequio en sí. En los grandes almacenes de Tokio hay secciones enteras dedicadas al papel de regalo, los lazos, etc. A ver si va a resultar que Wong Kar-wai es japonés...

martes, 9 de diciembre de 2008

Bombay: el fin pero no el final

El titular es de hace unos días, de la BBC, cuando tocaba contar muertos y valorar las pérdidas materiales. La mezquindad occidental hace que parezca que hubo pocos porque eran en su mayoría indios (con los que hay en ese país), pero la última vez que lo consulté iban por casi 200 (ya nadie parece darse cuenta de lo que son doscientos muertos). Pero ese titular podría querer decir también que era el fin de la oleada de atentados más reciente, cuyas imágenes y horrores quedarán obsoletos pronto por la siguiente. Ojalá me equivoque, pero solo hay que echar un vistazo a las estadísticas de los 15 últimos años. El peor ataque (antes de este) tuvo lugar en 2006, cuando murieron 180 personas por las bombas en la red de ferrocarriles.
La única vez que he estado en Bombay nos salvamos por los pelos de ver de cerca uno de esos atentados. Era el 25 de agosto de 2003, estábamos alojados cerca del malecón y pensábamos ir a un famoso mercado del sur de la ciudad, el Zaveri Bazaar o mercado de los joyeros, y después a otro mercado, el Crawford Market. Mi compañero de viaje estudió el plano y decidió que nos interesaba más invertir el orden que yo había sugerido. Por eso no estábamos allí cuando estalló el coche bomba en Zaveri Bazaar, sino en el otro mercado. Como no podíamos seguir con el itinerario previsto y era nuestro último día en Bombay (y en la India), porque nuestro vuelo a Amsterdam salía por la noche, nos dedicamos a caminar por Colaba, en dirección a la Puerta de la India (uno de los monumentos más visitados por los turistas y los propios indios, a pesar de haber sido construido por los ingleses), justo donde había estallado el primer coche-bomba (el no entender las noticias de la tele es lo que tiene). Con la explosión se reventaron las ventanas del hotel Taj Mahal, que está enfrente (y que es uno de los dos hoteles que asaltaron los terroristas en noviembre). El día anterior habíamos entrado a cotillear; pero, claro, ese día no llegamos a acercarnos, porque estaba todo acordonado. Murieron 60 personas.
Como tuvimos la fortuna de no ver nada en absoluto y solo nos enteramos bien de lo que había pasado una vez en casa, no asocio Bombay con esos atentados, sino con la ciudad que tan bien describe Rohinton Mistry (claramente hay que dedicarle una entrada a este hombre) y con la dignidad de los indios, que me ha cautivado las dos veces que he ido como turista a ese país. Si el primer año, viajando por el norte me llamaba la atención las mujeres que se deslomaban trabajando en el campo y que, a pesar de ello, se preocupaban de su aspecto, de llevar el pelo bien recogido, el sari lo más limpio posible y en su sitio; ese año me sorprendieron las familias que vivían en las calles de Bombay y mandaban cada mañana a sus hijas a la escuela con uniformes impecables y trenzas perfectas con lazos planchados, peinadas por sus madres en una fuente pública.
Y, por eso, porque para mí Bombay no es un mero escenario de atentados terroristas, sino un lugar vivo, lleno de gente, que lleva sus familias al cine e increpa a los actores como si fueran de su familia mientras devoran cantidades ingentes de comida; que pasea por el malecón o por Chowpatty Beach, donde los niños se mojan los pies en el mar mientras juegan (y los adultos comen
bhel puri); que acuden a los templos a ofrecer dulces (que se comen los sacerdotes, en la India siempre gira todo alrededor de la comida) y flores a los dioses; que viven cada día ajenos a la barbarie que puede destrozar sus vidas; por eso, todas esas muertes me siguen resultando dolorosas casi dos semanas después, más de cinco años después. Por eso me asquean los políticos extranjeros que dan ruedas de prensa para contar que han pisado charcos de sangre, como si esa sangre no fuera de nadie.
En cualquier caso, será el fin de muchas cosas, pero nunca el final de Bombay. En mi recuerdo, el paseo por el barrio donde trabajaba Gustad Noble (el protagonista de Such a Long Journey, de Mistry) y la alegría al encontrar Flora Fountain, las mojaduras por los monzones, las familias indias comiendo kulfi (helado) los domingos, los bloques de cemento de Marine Drive que salen en Midnight's Children de Salman Rushdie... mucha pobreza y mucha muerte, sí, pero también mucha gente, muchas historias, mucha vida.

Utilizo Bombay y no Mumbai siguiendo las indicaciones de la RAE (no porque prefiera el nombre colonial).
La foto de Bombay es de Jaime Seuma.