jueves, 25 de septiembre de 2008

Kunzru el transformista

Con la publicación de la tercera novela de Hari Kunzru se confirma la extraordinaria capacidad de este hombre para meterse en la piel (y en la época) de los más diversos personajes, todos ellos antihéroes. Si en The Impressionist (2003) el personaje central era un joven medio indio medio inglés en la India de los años 20, en Transmission (2004) nos presentaba a un joven programador indio (un "geek") en los EE.UU. y su obsesión por Bollywood. Ahora, en My Revolutions, el protagonista es un desencantado radical inglés de los sesenta. El retrato de la década es de lo más convincente y sorprendente, viniendo de un escritor que nació en 1969 y que, por lo tanto, no fue testigo de la misma. Pero Kunzru suele hacer sus deberes con el mayor de los esmeros.
Londinense, de madre inglesa y padre cachemir, esta es la primera novela en la que se aleja de lo que podríamos llamar "temática india" (no aparece ni un solo personaje de origen asiático). Las críticas han sido de nuevo de lo más elogiosas (las dos anteriores han recibido los premios más prestigiosos) y, en mi opinión, merecidas. Sin embargo, creo que me quedo con la exhuberancia de su debut literario, un auténtico festín. La verdad es que cada una de sus novelas ha resultado ser una experiencia totalmente diferente, lo cual tiene su mérito. La lectura de la segunda fue tremendamente divertida y refrescante; Kunzru demostró ser capaz de dominar diversos registros sin problema alguno. Y ahora ha querido dar una nueva muestra de ello, con una novela muy cinematográfica.
Hari Kunzru es un escritor especialmente hábil en cuanto a la creación de ambientes, la fluidez de la estructura narrativa y el manejo del idioma. Y parece sentir tal respeto por sus personajes que no deja que las ficciones que crea los maltraten en exceso; no les roba nunca su dignidad (en otras manos, Carver hubiera podido resultar un tanto patético). De hecho, My Revolutions parece reivindicar a una generación que no cambió el mundo, pero al menos lo intentó. A gente que no podía aceptar las normas del sistema contra las que nadie se rebela hoy. Y, en ese sentido, resulta una lectura un tanto "dolorosa"; ya que nos hace pensar que nada ha cambiado, que de nada sirvió el activismo (de menos servirá el "pasivismo" actual), y que cuarenta años más tarde el mundo está bastante peor. Es más, tengo la teoría de que la brevedad de la novela se debe a que el propio autor se deprimía escribiéndola.
En 2003, el de Kunzru fue uno de los nombres que aparecían en la la lista de la revista "Granta" como uno de los veinte "Mejores jóvenes novelistas británicos". En 2005, la revista "Lire" le nombraba uno de los "50 escritores del futuro". De momento, yo diría que no ha decepcionado a nadie y se mantiene a la altura de unas expectativas que resultarían de lo más desasosegantes para cualquier escritor.

Las novelas de Hari Kunzru (El transformista, Leila.exe y Mis revoluciones) están publicadas en español por Alfaguara.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Un espléndido mosaico

Michael Ondaatje se ha tomado su tiempo (seis años desde Anil's Ghost); pero valía la pena esperarle. En su nueva novela, Divisadero, regresa con personajes que, como de costumbre, se han alejado de sus orígenes y de sus familias, para vagar solos. Con ellos construye un mosaico de ambiente íntimo que captura historias entretejidas. Unas historias que, aunque tienen sentido por sí solas (otro escritor menos generoso hubiera publicado al menos dos novelas con este material), tan solo alcanzan la condición de novela a la que aspira Ondaatje unidas. De esta forma, el escritor traza un mapa emocional que al doblarse hace cercanas geografías lejanas (como él mismo plasma en una hermosa imagen de la novela).
Poco amigo de la narración lineal y de planificar los argumentos de antemano, Ondaatje empieza mandándonos ráfagas que luego cobran sentido al adentrarnos en la novela. De nuevo disfrutamos de su prosa poética, inimitable, de gran originalidad y belleza, que seduce como la mejor música (quiero decir que debemos poner de nuestra parte para que nos seduzca) y atraviesa nuestra epidermis. El título hace referencia a un punto desde donde se divisan las cosas, viéndolas desde una cierta distancia, y, de alguna forma, adivinándolas. Y eso es lo que hacemos al leer Divisadero. Ondaatje no nos abre ninguna puerta, somos los lectores los que oteamos buscando formas, interpretádolas, sumergidos en una atmósfera adictiva de la que no deseamos salir (no paraba de mirar con horror, y un tanto irracionalmente, cómo cada vez me quedaban menos páginas para el final). El final duele, porque prácticamente se arranca al lector de esa atmósfera, y a la desorientación inicial deben añadírsele los interrogantes (nos quedamos con las ganas de saber más, ¿qué pasa con Claire y Coop?).
Soy seguidora entusiasta de Ondaatje desde que leí El paciente inglés (1992, ganadora del premio Booker). Tengo el pobre libro en un estado deplorable de tantas relecturas, todo subrayado y anotado. Quedé fascinada por su manera de escribir y los ambientes que crea. Y la cosa no decae. Suelo leer los fragmentos de críticas con los que las editoriales adornan las portadas y contraportadas de los libros para que se los compremos. Las citas no siempre reflejan el espíritu de la crítica completa (después de todo, el fin es meramente comercial); pero a veces son muy certeras. En la portada de la edición de Vintage aparece una frase de Pico Iyer ("The New York Review of Books") que dice que al acabar la novela es difícil no volver a la primera página para empezarla de nuevo. Doy fe de que es cierto. Nada más acabar la novela, volví a empezarla con la excusa de recomponer las piezas del principio y ver si me había perdido algún detalle (la empecé en pleno verano caótico y no estaba muy concentrada). La verdad es que me resistía a marcharme del paisaje de Ondaatje, y solo lo conseguí cuando llevaba ya media novela releída. Decidí resignarme: las novelas tienen fin.

Divisadero apareció en su traducción al español (en Alfaguara) la pasada primavera.

lunes, 22 de septiembre de 2008

La tierra del tiempo olvidado

En Madagascar se tiene la sensación de estar muy lejos, y no solo geográficamente, sino también en el tiempo. Las formaciones rocosas que nos recuerdan la ruptura de Gondwana, los "fósiles vivientes", los pre-simios y muchísimas especies de otros animales, de pájaros, árboles y plantas que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo nos trasladan a épocas lejanas en las que el país aún no era una isla (la cuarta de mayor tamaño).
Lástima que se conserven también costumbres de hace muchos centenares de años, como la quema de pastos para cebúes (con la intención de renovarlos) que aísla bosques y acaba con la vida de muchos animales, erosionando la tierra y dejándola estéril para el cultivo. La deforestación se ha convertido en un grave problema contra el que no es fácil luchar en un país de costumbres ancestrales y malas carreteras. Y lástima también que una "simpática" compañía de telefonía francesa haya decidido que el tiempo es oro también aquí y que además puede cobrarse por minutos (hay cobertura en los sitios más impensables gracias a que han sembrado el país de torres y puntos de venta de móviles, que arrasan).
En Madagascar todo es inmenso. Cuesta hacerse a la idea de la extensión de los parques nacionales. La vista se nos pierde en el horizonte y en las cifras de muchos ceros. Y cada lugar es diferente, único. La gran variedad de paisajes hace que pasemos en un día del bosque tropical húmedo de Ranomafana a la aridez de las formaciones rocosas y los cañones de Isalo. En los parques y descendiendo por el río
Tsibirihina vemos lémures de diversas especies. Nos quedamos fascinados viéndoles saltar de árbol en árbol, comer hojas de bambú, cargar con sus crías. No nos cansamos de contemplar un animal que no existe en ningún otro lugar, que es el predecesor del mono.
También nos seducen los
niños (guapísmos) que hay por doquier, incluso en medio de la carretera cuando no divisamos ningún pueblo en las inmediaciones. Niños que juegan con palos y con otros niños. Sin juguetes. Niñas cargadas con bebés tan grandes como ellas. Todos ríen (en los pueblos, las ciudades son otra cosa) y nos saludan llamándonos "vazaha" (blancos), dispuestos en todo momento a jugar un rato con los extranjeros. Nos llegan sus risas por la noche, acampados en la orilla del río, y se les oye felices a pesar de vivir en uno de los países más pobres del mundo. A pesar de los síntomas de desnutrición que adivinamos en algunos de ellos, en un país que se alimenta básicamente de arroz.
Quizás mi mejor recuerdo de este viaje sea la placidez del tiempo detenido durante el descenso en piragua por el río
Tsibirihina, buscando pájaros y saludando a la gente con la que nos cruzábamos (mujeres lavando en la orilla, gente en piragua). Nuestros acompañantes (el "piroguier" y nuestro guía) hablaban con todos, y no era (en su caso, nosotros solo podíamos decirles "hola" y "adiós") un mero intercambio de saludos, sino una conversación en toda regla, regada de sonrisas, sin que importase que no se hubieran visto nunca antes.

Más fotos de Madagascar aquí. La foto de la Avenida de los Baobabs es de cosecha propia (con tratamiento digital de Jaime Seuma) .

Banda sonora del viaje: